Sí, sí, ya lo sé. Vosotros, amantes del caloret faller, las florecillas nacientes, el reverdecer de los campos y las abejilias y las mariposilias estaréis dando palmas con las orejas porque desde hace cosa de un mes estamos en primavera, esa estación del año que, según dice el refrán, altera el rojo fluido corporal que discurre por nuestras arterias, arteriolas, capilares, vénulas y venas (y de ahí al corazón y ya tenéis completa la circulación sanguínea).
Pero luego estamos los demás. Esos seres que vosotros denominaréis haters por el mero hecho de decir que odiamos la primavera. No por ese incipiente calor que anuncia ya el verano tórrido y asfixiante, no por la recuperación de los colores de mater Natura en todo su esplendor, no. Sino por el regreso de un visitante tan odiado como necesario: el maldito polen. Sí, esas partículas minúsculas en las que viaja el gametofito masculino (la parte masculina de la fecundación vegetal), y que te hace desear la extinción de cualquier especie vegetal que la utilice. No, no odio las plantas. Odio la alergia que me produce el polen.