lunes, 20 de julio de 2015

Gracias, profesores

Tras la vorágine que desató mi post de la semana pasada he recibido bastantes mensajes por twitter, Facebook e incluso por G+ para darme ánimos y apoyarme. A todos vosotros, muchas gracias. Entre vosotros había muchos profesores. Muchos. Algunos vinieron a dar la cara, a explicarme por qué se hacían algunas cosas como se hacían. Otros a ofrecerse para ayudarme en lo que pudieran. Y otros me los tropecé por casualidad, con un maravilloso post sobre algo que, a priori, no tiene nada que ver con el blog. Tras leerlo, me di cuenta de que ninguno, y me incluyo el primero, les agradecemos a los profesores el trabajo que hacen por nosotros. Por eso, desde aquí, quiero utilizar mi pequeña tribunita para alzar mi voz y decirles, bien alto: GRACIAS, PROFESORES.


Es de justicia

Porque, como digo, ninguno nos damos cuenta de todo lo que hacen. Ninguno nos damos cuenta de que, sin ellos, nosotros no llegaríamos donde llegamos. Ni tendríamos ni siquiera una minúscula parte de los conocimientos que adquirimos durante nuestra vida.

Desde pequeñitos, son los primeros que olvidamos, nada más salir del cole, como bestias, corriendo a por la merienda, nuestro trozo de pan con chocolate o nuestro bocata de chopped (sí, ahora hay más cosas, pero cuando yo era pequeño, se hacía lo que se podía). Sabemos que los tenemos que ver al día siguiente pero ese ratito, ese tiempecito que pasamos alejados de ellos, nos sabe a gloria. No tener que soportar sus voces, sus "cállense, bobines", sus "silencio" y sus "copie usted cien veces". Cuando crecemos, los despreciamos. Son los negreros que nos esclavizan con los deberes, los trabajos y las fichas. Son policías que nos vigilan, que imponen una ley fría con la que mantenernos encerrados en inhóspitas aulas en las que el silencio y el aburrimiento parecen de obligado cumplimiento. Y, cuando crecemos aún más, se convierten en los payasos que nos sueltan un rollo que no entienden ni ellos y que no dan siquiera muestras de entenderlo, porque son incapaces de explicarlo de forma que se entienda. Y deprisa, tan deprisa, que tenemos agujetas en la muñeca después.

¡Qué injustos somos y qué tarde nos damos cuenta! Porque esos profesores que cuando somos pequeñitos queremos olvidar deprisa y cuanto más tiempo mejor, son los que ponen los cimientos a todo lo demás que hemos de aprender durante el resto de nuestras vidas. Son los que, con más o menos acierto, soportan nuestra época más inmadura, nuestras preguntas más irrisorias y los que con mucho más cariño nos cogen de la mano y nos llevan hacia el conocimiento. Son los que moldearán, en primera instancia, lo que el día de mañana querremos ser. Por eso, en primera persona, quiero dar las gracias a todos los profesores del desaparecido Colegio Leonés de Coslada, Madrid. Porque sin ellos yo jamás habría aprendido a escribir, a leer, a sumar o multiplicar... porque fueron ellos los que despertaron en mí el amor por la lectura y la pasión por el conocimiento. Y, sobre todo, mi vocación investigadora.

Moldeadores de personas

Son esos profesores de instituto que aguantan nuestros peores años. Somos rebeldes, queremos ser los más rebeldes... y a algunos sólo nos sale ser el más idiota. Porque quieres parecerte a esos que parecen ser los líderes de la clase, esos que se llevan a todas las chicas de calle, en esa época en la que queremos ser los primeros en tener novia y hacernos el primero de la clase en salir con esa chica por la que bebemos los vientos. 

Ellos son los que nos guían en los peores momentos del camino, cuando nos podemos desviar con mucha más facilidad. Cuando se nos abren cientos de posibilidades por todas partes y nos podemos ir por un camino que nos aleja de aquello que queremos y podemos ser. Son los que antes se dan cuenta de nuestras capacidades, son los que primero notan cuáles son nuestros mayores talentos. Y sin que nos demos cuenta (y muchas veces sin darse cuenta ellos mismos) nos enderezan la vía o bien nos sacan de ella (de estos hablaré más tarde, que también lo merecen). Yo, en mi caso particular, tengo que darles muchísimo las gracias a los profesores que me llevaron y me sufrieron en el Instituto Rafael Alberti de Coslada. Ellos fueron los que me enseñaron la importancia del conocimiento base, los que pusieron los primeros ladrillos de mi carrera profesional, fundamentándola como merecía y los que me dieron las primeras herramientas para entender, comunicar y poner en práctica aquello que un día me serviría para ser el hombre que hoy soy. 

Creadores de profesionales

Que son los que nos cogen en las universidades. Ya más calmados, pero con toda la fuerza y el empuje de quienes se saben jóvenes. Y, sobre todo, que se creen que saben más que muchos que están ahí. Porque somos capaces de discutirle a los profesores desde qué es un ser vivo (y se montan debates muy interesantes con diversos puntos de vista) hasta la naturaleza de la luna (porque, ¿cómo va a orbitar ahí ese peñasco sin caerse? -sí, lo he visto discutir).

Su trabajo es quizá el más difícil. Aunque nuestros ánimos están mucho más calmados, nuestra madurez además se carga de vehemencia. Las herramientas que nuestos profesores de instituto nos dieron para defender nuestras ideas las usamos a lo bruto, como neanderthales machacándose entre sí con huesos y piedras. Ellos son los que las pulen, enseñándonos primero a darles un filo cortante, luego dos. Nos enseñan a forjar el acero de esas armas, a darles la forma adecuada. Nos enseñan técnicas nuevas para usarlas y nos forman, en definitiva, para poder usar dichas herramientas de la forma más eficaz posible. Son los que nos dan el último pulido, dejándonos listos para salir a darlo todo en nuestra profesión. Es por ellos, los profesores de la carrera de Biología de la Universidad de Alcalá, por los que yo alguna vez he llegado a ser un investigador de provecho. Por eso, muchísimas gracias a todos.

No quiero olvidarme de ese gran hombre que fue mi director de tesis, el dr. Arilla Ferreiro. Él fue el que me dio los últimos toques, el que me entrenó. Él recibió un aprendiz y formó un profesional. Gracias, Eduardo.

No todos son iguales

Alguno dirá que estoy en plan lastimero y pelota. Pero no. Hago esto porque nos hemos ciscado en sus progenitoras cincuenta veces y cincuenta veces más. Porque nos hemos enfadado mil veces con ellos y elevado la voz y acordado de cosas que son injustas.

Hago esto porque no todos son iguales.

Porque también me he encontrado con esos profesoruchos a los que todo les da igual. Esos que van a clase por ir, porque se aburren en un momento dado, porque para investigar tenían que dar clase y consideraron la docencia un accesorio, un mal menor, un pequeño picor que rascarse una vez al año y olvidarse durante el resto de la temporada, en la que pueden olvidarse de esos parásitos ignorantes que encima lo hacen tan mal en los exámenes. Estos son los que nos hacen apreciar el doble a aquellos profesores que sí que se trabajaron nuestra formación y nos pusieron donde estamos. Y los que nos enseñaron cómo no debíamos dar las clases. Estos son gente que, como investigadores, son muy válidos, pero como docentes dejan mucho que desear. Se olvidan de que su función no es sólo rellenar de papers su CV, sino también formar a las generaciones futuras para que puedan ser tan buenos en el laboratorio como lo son ellos. Se olvidan de que a ellos también los moldeó alguien, que a ellos también les enseñaron a ser lo que son. Y, como viejos avaros, atesoran esas enseñanzas para ellos solos, en lugar de enseñar a otros a ser como son ellos.

Por todas estas cosas: Muchas gracias, profesores.

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