lunes, 19 de septiembre de 2016

Un parroquiano poco conocido (I)

El parroquiano de Giovanni Mochi.
Todos hemos estado en un bar alguna vez. Al menos, todos los que hemos tenido la suerte (o la desgracia, según se vea) de crecer en un pueblo o de pasar los tres meses de verano en él. Sí, ya sabéis, uno de esos pueblos en los que apenas hay un bar (o dos, si el pueblo tiene mucha suerte). Normalmente, en esos bares, durante las horas más cálidas, apenas están los chavales, que se refugian donde pueden de la calorina, mientras intentan aprender a jugar al mus o al tute poniendo en práctica, tímidamente, sus primeras artes. Cuando la tarde avanza y se puede jugar al frontenis o pasear en bicicleta sin sufrir un síncope, la clientela cambia, los padres y abuelos van sustituyendo a los hijos y nietos en las mesas con los tapetes verdes, las gastadas barajas, los amarracos y los tanteros de madera.

Sólo permanecen dos personajes: el dueño del bar, que es el que se encarga de que los chavales no monten demasiado jaleo en un momento en que debería estar sesteando; y ese parroquiano que se pide un sol y sombra tras otro, que permanece en la barra durante horas, en silencio, y del que todo el mundo en el pueblo conoce alguna historia truculenta que les impide acercarse a él, aunque le tratan con respeto e indiferencia. ¿Sabéis de quién os hablo? En este caso, se trata de la quimioterapia.


La historia


¿Cuál de todos esos rumores que acompañan al parroquiano es cierto? Es más, ¿es acaso cierto alguno? No lo sé, los cuenta todo el pueblo. El caso es que nadie, ni el chaval más joven que acaba de empezar a notar los estragos de las altas temperaturas ni el anciano más venerable que ha visto tantas cosechas que ya ni recuerda cuántas son, se atreve a cruzarse con él. En la distancia, es fácil imaginarse cualquier cosa y aceptar, como cierta, cualquier atrocidad que cuenten del ermitaño solitario con el que no se atreven a cruzarse. Y eso fomenta el miedo a relacionarse con él cuando, en la hora de necesidad, descubrimos que es enfermero, abogado, veterinario o cualquier otra profesión que raramente se necesita en un pueblo y que, cuando se hace patente la necesidad de la misma, es demasiado tarde para buscar otra persona que se dedique a ello.

De la misma manera, acudir a la quimioterapia, cuando hemos oído y leído tantas y tantas cosas sobre ella puede ser un mal trago cuando no nos queda más remedio que utilizarla. Esperemos que, al igual que en el caso del parroquiano, este post os sirva para eliminar muchos de los mitos que corren por ahí sobre este parroquiano poco conocido.

Pero, ¿qué es la quimioterapia?

Paul Ehrlich. Fuente.
El primero en usar esta palabra fue Paul Ehrlich, en 1906, pero se refería a cualquier tratamiento químico, en general. Actualmente, cuando hablamos de quimioterapia nos referimos al tratamiento del cáncer con diversos fármacos. Da igual si hablamos de uno o de varios fármacos o si la quimioterapia es curativa (con el objetivo de eliminar por completo los tumores) o paliativa (con el objetivo de prolongar todo lo posible la vida o paliar los síntomas de dichos tumores).

Sin embargo, con el uso y el tiempo, la quimioterapia ha pasado de designar el conjunto de tratamientos contra el cáncer a designar a todo el conjunto de fármacos antimitóticos, ya sean específicos o no, y que van dirigidos, como su propio nombre indica, a inhibir la mitosis, que es como se denomina al proceso de división celular. Por alguna razón que no he llegado a aclarar, las terapias antitumorales dirigidas a inhibir la señalización celular que conduce a dicha división no se consideran quimioterapia como tal, sino terapia hormonal (en caso que vayan dirigidas contra las hormonas clásicas, como los inhibidores de estrógenos en el cáncer de mama) o terapia dirigida (que bloquea la acción de diversas moléculas, como los factores de crecimiento, actuando sobre sus receptores). 

De cualquier modo, cualquier tratamiento frente al cáncer (se considere quimioterapia o no) tiene como objetivo inhibir la mitosis de las células tumorales, que no son más que células que han perdido el control de su ciclo celular y su supervivencia y se dividen indefinidamente. Esto quiere decir que la eficacia de los agentes usados en la quimioterapia se basa, precisamente, en la capacidad para impedir que las células tumorales se dividan, causándoles la muerte por apoptosis. ¿Cuál es el problema? Que los fármacos antitumorales no distinguen entre amigo o enemigo y acaban por afectar a los tejidos sanos con mayor capacidad de división, como la médula ósea, el tracto gastrointestinal o el folículo piloso.

Primeros pasos

La quimioterapia echa a andar en los primeros compases del s. XX si nos ponemos quisquillosos. Y es que uno de los primeros fármacos que se usaron en quimioterapia fue un derivado del tristemente famoso gas mostaza. El gas mostaza se utilizó como arma química en la I Guerra Mundial, por las ampollas que producía en la piel y los pulmones. En 1919, ya acabada la guerra, se publicó un trabajo que mostraba los efectos que tenía dicho gas sobre la médula ósea.

Alfred Gilman (izda. Fuente) y Louise Goodman (dcha. Fuente)
Veinte años después, cuando estallaba la II Guerra Mundial, las fuerzas aliadas, recordando los estragos que provocaba el gas mostaza trataron de buscar antídotos para sus efectos. Dos de estos buscadores fueron Louis Goodman y Alfred Gilman. Mientras trabajaban en la Universidad de Yale, revisando los efectos del gas sobre los soldados expuestos, encontraron un descenso en la cantidad de linfocitos circulantes. Sabiendo que la leucemia y el linfoma provienen de mutaciones en este tipo celular, plantearon la posibilidad de que si el gas mostaza acababa con los linfocitos no cancerosos, también podría acabar con los linfocitos mutantes. El primer paciente en recibir mostaza nitrogenada fue un paciente polaco con linfosarcoma y la dosis utilizada fue de 0,1 mg/kg de peso 10 veces al día. Los tumores remitieron y para el día 5 los síntomas habían remitido considerablemente. Sin embargo, una semana después, el conteo de células blancas se redujo y comenzó a tener sangrados gingivales. 49 días después del tratamiento y tras necesitar varias transfusiones de sangre, los tumores volvieron a surgir. A los 96 días, el paciente murió. La autopsia reveló que, entre otros problemas, el tejido de la médula ósea había sido prácticamente aniquilado y sustituido por grasa.

Visto así, este primer intento fue un absoluto fracaso, incluso teniendo en cuenta que los experimentos en conejos fueron muy prometedores. Pero si mantenemos la vista en perspectiva, lo cierto es que este experimento reveló datos muy importantes: el primero, la destrucción que provocaba sobre la médula ósea, con lo que se ponía de manifiesto la susceptibilidad de los pacientes a las infecciones; el segundo, y no menos importante, es que los tumores, que reaparecieron tras 49 días, desarrollan resistencia frente a los agentes quimioterapéuticos.

Actualmente, aunque el gas mostaza en sí está prohibido, las mostazas nitrogenadas como la ciclofosfamida se siguen utilizando en quimioterapia.

El ADN como diana

Como ya hemos dicho antes, los tumores son, básicamente, células dividiéndose de forma desordenada. Así, cualquier cosa que impida que las células se dividan va a provocar la regresión del tumor. 

Ácido 4-aminopteroico o aminopterina
Sin conocer la importancia del ADN en el asunto del cáncer, Sidney Farber se lanzó a investigar el efecto de un compuesto sintetizado por Yellapragada Subbarow y que era un derivado del ácido fólico. Este compuesto se conoce como aminopterina. El dr. Farber ya había estudiado anteriormente el efecto del ácido fólico sobre la leucemia linfoblástica aguda y había descrito cómo la administración del ácido fólico estimulaba la proliferación de las células tumorales. Este hecho había conducido a la hipótesis de que bloquear la administración de ácido fólico podría llegar a conducir a una remisión o al menos a una reducción en los tumores de estos pacientes. En 1948, y tras llevar a cabo un estudio clínico muy criticado, se publicó en el New England Journal of Medicine el hallazgo de que la administración de la aminopterina, que ya se había demostrado que bloqueaba la acción del ácido fólico, reducía la proliferación tumoral, aunque fuera brevemente. 
Ametopterina o metotrexato

Junto a la aminopterina se descubrió la ametopterina. Esta molécula también demostró su potencial como quimioterapéutico, esta vez sobre tumores sólidos. La responsable de este hallazgo fue Jane Wright, que trató a 93 pacientes de tumores de mama, mostrando que los derivados del ácido fólico que bloquean su función también son capaces de inhibir la proliferación de las células de tumores sólidos y no sólo de tumores medulares. Actualmente, el metotrexato se sigue utilizando en los cócteles antitumorales con mucha frecuencia.

En ambos casos, estos antifolatos, como se los conoce en farmacología, lo que consiguen es inhibir la síntesis de ADN, ARN y proteínas. Lo consiguen de dos maneras. En primer lugar, inhiben la dihidrofolato reductasa, que es la enzima encargada de sintetizar el tetrahidrofolato, la forma activa del ácido fólico. Este es indispensable en la síntesis de ADN, ARN y proteínas, de forma que al bloquearse la síntesis de tetrahidrofolato se inhibe la síntesis de ADN, ARN y proteínas (y por eso se recomienda la administración de ácido fólico durante la gestación, de forma que se eviten problemas en este sentido). En segundo lugar, inhibe la acción del ácido fólico en la síntesis de timidina. La timidina forma parte del ADN, como sabéis y sin ella no se puede sintetizar un nuevo ADN, inhibiéndose la división celular.

6-MP o mercaptopurina
Farber también está implicado en el descubrimiento de estos fármacos, puesto que su ayuda fue indispensable para Joseph Burchenal en su trabajo. Burchenal utilizó una aproximación similar a la que utilizó Farber para la leucemia linfoblástica aguda, pero enfocada hacia el linfoma de Burkitt. Así, comenzó a buscar algún fármaco que interfiriera con la síntesis de ADN y la mitosis. Acabó por encontrar la 6-mercaptopurina. Seguro que conocéis, aunque sólo sea de nombre, los nucleótidos adenina y guanina, ¿verdad? Pues la 6-mercaptopurina es un "pariente" molecular de estas, igual que la aminopterina y el metotrexato lo son del ácido fólico. De esta manera, puede colarse en el metabolismo normal de estos nucleótidos y alterarlo, resultando en una inhibición de la replicación del ADN y, por tanto, reduciendo la división celular.

La aparición de estos agentes quimioterapéuticos supone un reinicio en la búsqueda de fármacos contra el cáncer, a pesar de los efectos secundarios y su alta toxicidad. A Farber se le considera el padre de la quimioterapia moderna, pues sus estudios suponen un acercamiento al diseño de fármacos, en lugar de haber utilizado el descubrimiento accidental de los mismos. Y entended accidental como lo que realmente es, (y José Manuel López Nicolás lo explica como nadie) no como una especie de milagro.

¡Plantas al rescate!

Vinca rosea o Catharantus roseus. Fuente.
Y no, no estoy defendiendo las judiadas de algún payés del que todos recordaremos el nombre sino más bien lo que cuenta mi amigo Vary en Naukas. Y es que, además de los antifolatos (que pueden sintetizarse a partir de las espinacas), el siguiente paso en la quimioterapia vino de la mano de los alcaloides de la vincapervinca de Madagascar o Vinca rosea, actualmente nombrada como Catharantus roseus.

El descubrimiento de los alcaloides de la vinca también tuvo bastante de accidental. En los años 50, la vinca se tenía como fuente de fármacos para paliar los efectos de la diabetes y se aislaron más de 150 compuestos que prometían tener un efecto hipoglucemiante. Sin embargo, la reducción de la cantidad de glucosa circulante en sangre era bastante anecdótica, si se la comparaba con los efectos citotóxicos que presentaban estos compuestos, por lo que se cambió su objetivo: eran candidatos a suprimir los tumores.

Y lo cierto es que muchos de los alcaloides que se aislaron de la vinca combatían el crecimiento de los mismos. Los alcaloides de vinca actúan sobre los microtúbulos, unas proteínas de la célula que tienen un papel primordial en el crecimiento y división celulares: sin ellos, los cromosomas no pueden alinearse ni separarse las cromátidas (los brazos de los cromosomas). De esta manera, conseguimos que la mitosis quede detenida y la célula acaba por entrar en apoptosis.

Existen actualmente cuatro alcaloides de vinca aprobados para el tratamiento del cáncer: la vincristina, la vinblastina, la vinorelbina (los tres extraídos directamente de la planta) y la vinflunina (que es sintético y está aprobado su uso únicamente en Europa).

Tienen menos efectos secundarios que los antifolatos, pero no son despreciables. Provocan neuropatías periféricas, estreñimiento y pérdida del pelo, pero evitan en gran parte los daños hepáticos, renales y gastrointestinales de los antifolatos. Es por esto que se prefieren los alcaloides de la vinca a los antifolatos allí donde se puedan utilizar. Sin embargo, si el tumor es resistente, no queda más remedio que acudir a los segundos.

Hasta aquí, la quimioterapia andaba en pañales. Se conseguía limitar el crecimiento de los tumores y, hasta cierto punto, se conseguía que algunos desaparecieran, pero el efecto era más como matar moscas con una pistola de agua: si consigues mojar a la mosca lo suficiente, puedes impedir que vuele y darle un pisotón. En caso contrario, lo único que consigues es ponerlo todo perdido de agua y teniendo que pasar la fregona. Aquí es lo mismo: si el tumor respondía al tratamiento, podías llegar a terminar con él. Pero si no respondía o se hacía resistente, lo único que conseguías era tener otro problema: la toxicidad relacionada con la quimioterapia. Por eso mismo, se han desarrollado nuevas estrategias quimioterapéuticas que intentan reducir los efectos secundarios provocados por el tratamiento. Lo veremos en el siguiente capítulo.

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